lunes, 20 de octubre de 2025

El hombre lobo del hombre

 


La primera vez que leí 1984 yo era adolescente y no lo pude terminar; no pude pasar las escenas de tortura. La segunda vez, que no recuerdo cuando fue, me impresionaron las ideas, la capacidad de mostrar con tanta claridad a través de una novela todo lo que está mal en un régimen totalitario. La tercera vez, que fue estos días –más bien diría que la tercera y la cuarta, porque lo releí hace unos meses y lo repasé la semana pasada para el taller de novelas distópicas– me impresionó lo bien escrito que está. Orwell, de quien leímos en este blog Animal Farm y Keep the Aspidistra Flying, escribía muy bien.

En 1984, como muchos sabrán, Orwell inventa un mundo en el que hay tres super estados totalitarios permanentemente en guerra. Uno de ellos, el que incluye a Inglaterra, está dominado por el Partido, IngSoc, o Socialismo Inglés, que controla prácticamente todo. La novela retrata la rebelión totalmente insignificante y fallida de un hombre bastante insignificante y fallido, Winston Smith, rebelión que sabemos desde el primer momento que está destinada a fracasar estrepitosamente. Así y todo, la novela nos atrapa, y nos sorprende el nivel, la forma y la completitud de ese fracaso.

El primer párrafo fija el tono: “Era un luminoso día frío de abril y los relojes marcaban las tres. Winston Smith, su pera hociqueando su pecho intentando escapar al viento vil, se escurrió rápidamente por las puertas de vidrio de las Mansiones de la Victoria, pero sin la suficiente velocidad para prevenir que un remolino de polvo entrara junto con él” (p. 3). De ahí en más, la descripción de la vida de Londres bajo un régimen soviético será permanentemente oscura. Como dice Gregory Claeys en su Dystopia. A NaturalHistory, “Pocos autores retratan la miseria como Orwell” (p. 410). Una de mis preferidas es la descripción del horripilante Gin Victoria: “Winston agarró su taza de gin, pausó por un instante para juntar valor, y engulló la sustancia de gusto oleoso. Después parpadear hasta sacar de sus ojos las lágrimas descubrió de pronto que tenía hambre” (p. 53).

Por momentos es un libro realmente deprimente, pero hay señales no menores de que no toda esperanza está perdida. Y lo que es importante recordar es que Orwell no escribió esto como una profecía, sino como una advertencia. Algo como esto puede ocurrir en prácticamente cualquier lado si aceptamos la mentira, las restricciones a las libertades de prensa y expresión y si descartamos la importancia del sentido común y la decencia. En ese sentido, cumple con unos de los objetivos más loables de la novela distópica, el de abrir los ojos antes los peligros que la humanidad supone para sí misma.

 

Originales de las citas

“It was a bright cold day in April, and the clocks were striking thirteen. Winston Smith, his chin nuzzled into his breast in an effort to escape the vile wind, slipped quickly through the glass doors of Victory Mansions, though not quickly enough to prevent a swirl of gritty dust from entering along with him” (p. 3).

“Few writers do squalor better than Orwell” (p. 410).

“Winston took up his mug of gin, paused for an instant to collect his nerve, and gulped the oily-tasting stuff down. When he had winked the tears out of his eyes he suddenly discovered that he was hungry.” (p. 53)

lunes, 13 de octubre de 2025

Vigencia de un clásico


Volví a leer, después de mucho tiempo, Brave New World, de Aldous Huxley. Es un libro rarísimo. En una primera lectura parece sencillo, pero creo que si profundizás un poco te das cuenta de que es mucho más complejo, menos claro.

Para quienes no lo tengan en la cabeza, la historia es más o menos así. Estamos en el año 2540 y el mundo es totalmente nuevo. La sociedad antigua, regida por la ciencia y la industrialización, terminó en una guerra que hizo reconsiderar todo. Aunque no nos explican cómo sucedió, sabemos que hay un estado mundial, con diez controladores burocráticos: no hay política. Su lema es comunidad, identidad, estabilidad, pero su objetivo es sobre todo la estabilidad. La población se redujo a 2.000 millones de personas, y la reproducción humana ya no es sexual, sino toda in vitro, con un condicionamiento genético y psicológico totalmente controlado que crea un sistema de castas perfecto donde todos hacen lo que quieren y nadie quiere lo que no puede hacer: se trabaja poco y se promueve y se espera el consumismo y la promiscuidad sexual. Lo colectivo es todo, el individuo nada. Y cuando algo falla está soma, una droga sintética perfecta que es repartida por este estado mundial. En teoría, todos deberían estar satisfechos, pero para quienes mantienen algún atisbo de individualidad hay no cárceles o campos de concentración, sino islas alejadas en donde pueden ir con toda su neurosis, que parece haber sido desterrada para todos menos algunos pocos.

Es un mundo feliz. El título es una traducción de un parlamento de Miranda en La Tempestad, de Shakespeare quien, viendo a extraños por primera vez llegar a su isla alejada, dice: “O wonder! / How many goodly creatures are there here! How beauteous mankind is! / O, brave new world / That has such people in ’t!” Vi traducciones donde se pone “gran mundo nuevo”, “espléndido mundo nuevo” y hasta “valiente mundo nuevo”, pero nunca feliz. ¿Está bien? ¿Está mal? Se pierde la alusión a Shakespeare, pero no está mal porque la felicidad es, en teoría, el objetivo y el éxito del estado mundial.

Pero claro, pasaron cosas. En este contexto Huxley pone una trama en la que ese mundo se choca con un remanente de los viejos tiempos. Un remanente raro, porque en una reserva indígena hay un tipo que es hijo de dos personas que estaban de visita desde el nuevo mundo y que fue criado allá, a la antigua, con una madre, pero rodeado de indígenas. John no era ni de acá ni de allá. Y se crio con una copia de las obras completas de Shakespeare, que moldean un poco su personalidad, más del viejo mundo que del nuevo. La trama no es mucha cosa –ningún personaje tiene mucho arco narrativo– y ni siquiera es claro quién es el personaje principal, tanto que el libro no parece una novela, o falla como novela. Pero igual uno quiere leer para ver qué pasa con ese mundo.

La forma tampoco es muy especial. En general, es un libro sobre explicado, donde me cuentan mucho en vez de mostrarme cosas; y no tiene una poética especial, con un lenguaje quizás más de ensayo que de ficción. Y sí, a veces es un poco aburrida y los personajes son planos, sin que uno se pueda identificar demasiado con ellos. Sí tiene, a mi humilde entender, dos momentos narrativos más fuertes, en los dos momentos climáticos, y en ambos el personaje principal es Shakespeare. En el capítulo XIII John insulta a otro personaje usando todas citas del bardo; y en el capítulo final cavila de la misma manera sobre el sentido de la vida y de la muerte. No sólo es interesante y bello, y no sólo me dio ganas de leer todo Shakespeare: también es un comentario de cuánto importa el lenguaje en la forma que pensamos y sentimos.

Así y todo, sigue siendo un libro interesante y, hasta cierto punto, vigente. Publicado en 1932, Huxley lo escribió contra muchas cosas a la vez, y a veces de forma contradictoria: lo escribió contra los valores victorianos, pero también contra el consumismo, la vulgaridad y la mentalidad de grupo que vio en su viaje a EE. UU. en 1926; está escrito contra el mundo científico-industrial que deja al hombre sin posibilidad creativa, “la máquina”, incluyendo acá los esfuerzos soviéticos por industrializarse; contra la eugenesia y la propaganda totalitaria. Aunque muchas de estas cosas suenan viejas, están también vigentes: la propaganda se llama redes sociales, la máquina se llama inteligencia artificial, etc.

Hay utopías y distopías que se plantean claramente como tales, aunque hay algunas utopías planteadas como utopías (empezando por la propia Utopía de More) que otros pueden pensar distópicas. Mi impresión es que Huxley no sabía. Como dice Margaret Atwood en la introducción a mi copia: Brave New World es “o bien una utopía mundial perfecta o su opuesto desagradable, una distopía, dependiendo de tu punto de vista”. Y en la otra introducción Henry Bradshaw dice que probablemente el mismo Huxley “no estaba seguro en su propia mente si estaba escribiendo una sátira, una profecía o un plan” (p. xxiv). Cuando vemos las posibilidades tecnológicas hoy, desde la genética hasta la IA, es posible ver un mundo no tan distinto a este, como así también mundos mucho peores que este. Casi cien años después, con todas sus fallas como novela, Brave New World sigue dando mucho que pensar.

 

Originales

‘either a perfect world utopia or its nasty opposite, a dystopia, depending on your point of view’ (p. ix).

Probably Huxley “was unsure in his own mind whether he was writing a satire, a prophecy or a blueprint” (p. xxiv).

lunes, 6 de octubre de 2025

Efímera fragilidad


Leí Los nuevos, de Pedro Mairal, y tuve esa sensación hermosa que le pasa, cada tanto, a un lector, de no querer dejar un libro y al mismo tiempo sufrir porque sabe que si sigue con ese ritmo el libro va a durar muy poco. Me duró muy poco. De Mairal leí casi todo, y Los Nuevos está ahí bien arriba en el ranking. Diría que tercero, después de El año del desierto y Salvatierra. Quizás antes de Salvatierra. Después vendrían: El gran surubí, Pornosonetos, El equilibrio, La uruguaya, Una noche con Sabrina Love, Maniobras de evasión, Breves amores eternos Esta historia ya no está disponible, en ese orden.

Los nuevos es una novela sobre la adolescencia, construida con las historias de tres amigos del secundario que, expulsados un poco por el mundo adulto, encuentran su camino uniendo fuerzas. Los tres comparten problemas con las madres: Bruno no se habla con la suya, Pilar es prácticamente abandonada por la propia y Thiago sufre la muerte de la única de las tres que parecía tener un vínculo más o menos bueno con el hijo. Los padres no andan mucho mejor: muerto el de Pilar, ocupado con su nueva novia el de Thiago y temeroso de enfrentar a la madre el de Bruno.

Mairal construye esta historia, esta relación, este triángulo sobre el que construyen su salida estos chicos, con el fuego de Thiago, la nieve de Bruno y la tierra de Pilar, quien cruza un par de veces de Recoleta a José C. Paz en busca de alguien que la proteja. La construye pasando de primeras personas a terceras primeras y hasta con secciones donde juega con los puntos de vista y las personas, riéndose un poco del dispositivo. Sufrimos todo el tiempo con estos chicos desamparados, como todos los adolescentes, aunque quizás más en este caso. Imposible no pensarme a mí como padre de adolescentes –me reí mucho cuando Thiago relata el rant de su padre en un auto, y lo imagina como un rap, me reí y la sufrí un poco, claro–, pero también recordando al adolescente que fui y esas pequeñas situaciones donde, como dice Bruno por ahí, “Se puede de repente ir todo carajo, ¿no, papá?” (p. 165).

Y la construye con humor; con música, con gustos, con sabores y con humor. Los chicos sufren, toman distintas drogas, tienen sexo y miran el sexo hipócrita de los adultos, sueñan, sufren. Y nos da ganas de abrazarlos, como se da cuenta Pilar al final (¿se da demasiado cuenta? ¿Explica demasiado esa escena final? Me imagino al Mairal tallerista diciendo que quizás en este caso menos es más, aunque sea hermosa esa escena final), pero nosotros nos divertimos.

Los nuevos es una novela hermosa y divertida sobre un momento muchas veces duro y feo de la vida, ese momento en lo que todo parece frágil y efímero, y un llamado a cuidar a los nuevos, a esos que siguen llegando y viviendo una y otra vez lo mismo, aunque sea de maneras únicas en cada generación y en cada caso.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Poética de Tinder

 


Leí Match, de Pablo Ottonello, de quien también leímos Quiero ser artista (2015) y Veteranos de la guerra del día (2018). En el apunte de lectura del primero yo decía que vamos a leer mucho de Pablo. Y en la dedicatoria que me hizo del segundo él escribió “Para Fer, que lo disfrutes y sigas, si es posible, leyéndome”. El tipo necesita ser leído tanto, quizás, como necesita escribir. Por eso sigo pensando que, por capacidad, por voluntad, por talento y por ambición, Pablo está destinado a ser uno de los mejores y más reconocidos escritores de su generación, sino el más.

En Match el narrador es el propio Pablo quien, tras una larga relación con la madre de su hijo, comienza un duelo de una forma peculiar: decide tener todo el sexo que pueda utilizando las aplicaciones de citas. El narrador no es un hombre medido: “Mi estrategia, como casi siempre, fue la hipérbole. Bajé todas” (p. 13). El pequeño libro es un relato de algunas de las relaciones (palabra exagerada en este caso) con las mujeres que conoció y de lo que aprendió en el camino. Y aunque en un lugar habla de buscarle sentido al sexo, el sentido para él parecía estar afuera de esas mujeres y afuera del sexo.

Una razón era evitar el duelo, ocupar su cuerpo y su emoción en otro lado. Pero otra, claro, porque es Pablo, tiene que ver con escribir. En el famoso poema “Así que querés ser escritor”, Charles Bukowski esboza una gran cantidad de razones para no serla; una es el sexo o las mujeres: “si lo estás haciendo porque querés / mujeres en tu cama, / no lo hagas” (“if you’re doing it because you want / women in your bed, / don’t do it”). El caso de Pablo es al revés: no es que escribe para tener sexo, sino que tiene sexo para escribir.

Pablo hace etnografía con las aplicaciones, y va a todos lados con una libretita en la que va anotando todo para después escribirlo. El resultado es –además de notas que seguramente usará en otras ocasiones– este pequeño libro, que es muy divertido al tiempo que retrata un agujero emocional fuerte, y que se lee maravillosamente. En la página 73 marqué algo que no me gustó, pero no como crítica, sino como elogio por contraste: usó “ritual atávico” para referirse al sexo, lo que me pareció un poco cliché. Todo lo demás, todo el tiempo, suena distinto, original, único. Por ejemplo: “No quiero ser injusto, sino señalar una circunstancia: las fotos no siempre coinciden. Desarrollé una hermenéutica de las imágenes. Me convertí en perito visual” (p. 25).

Pablo hace buena literatura hasta yendo detrás de polvos tristes.


lunes, 22 de septiembre de 2025

¿Un mundo mejor?

Leí Utopia. A Very Short Introduction, de Lyman Tower Sargent, uno de los más conocidos estudiosos académicos de lo utópico. (Para quienes le interese el tema, el libro está disponible online acá). Estoy siguiendo, claro, una línea de investigación relacionada con untaller que estoy armando sobre novelas distópicas. El libro es muy interesante, pero estoy algo en desacuerdo con el autor en un punto clave: que él no enfatiza, como yo, el carácter eminentemente político de lo utópico.

Rápidamente, el autor aporta dos definiciones de utopía. La suya: “Una sociedad no existente descripta en bastante detalle y normalmente localizada en un tiempo y un espacio (…) que el autor busca que un lector contemporáneo vea como una sociedad considerablemente mejor que la sociedad en la que vivía el lector” (p. 24). La que me gusta más es la otra, de Darko Suvin: “La construcción verbal de una comunidad cuasi-humana en particular donde las instituciones sociopolíticas, las normas y las relaciones individuales están organizadas de acuerdo con un principio más perfecto que el de la comunidad del autor, estando esta construcción basada en un alejamiento que surge de una hipótesis histórica alternativa” (p. 24).

Luego, Sargent habla de “tres caras del utopianismo: la utopía literaria, la práctica utópica y la teoría social utópica” (p. 24). De la práctica, ligada con comunidades generalmente pequeñas, no voy a decir nada, porque no me interesa. De vuelta, porque son cosas no políticas, o apolíticas y a veces antipolíticas. Quiero decir: es gente que se une para vivir de una manera distinta, sin Estado, o contra el Estado. Puede andar individualmente, no digo que no, pero no es mi taza de té, dirían los ingleses.

Para Sargent las utopías son a la vez indispensables y peligrosas: “el utopianismo es esencial para la mejora de la condición humana, y en este sentido los opositores al utopianismo están equivocados y son potencialmente peligrosos. Pero también argumento que, usado erróneamente, el utopianismo es en sí mismo peligroso” (p. 27).

Sargent sostiene que la utopía es anterior a Tomás Moro, inventor de la palabra. Todos los pueblos antiguos, sostiene, tenían ideas de mundos perfectos, donde había comida para todos y concordia, principalmente como mitos de épocas doradas pasadas. Pero la mayoría de esas son fantasías no políticas, son mundos ideales donde hay abundancia de comida y concordia natural. Son situaciones parecidas a lo que sería después el edén para el cristianismo. Virgilio sí presentaría una mirada más política; no sólo pone esa situación mejor en el futuro, sino que “el mundo mejor pasó a estar basado en la actividad humana y no simplemente como un regalo de los dioses” (p. 33). También Esparta puede ser pensada como una utopía: una comunidad que se da una forma política totalmente nueva en búsqueda de una situación mejor (aunque para muchos es la primera distopía real, empezando por el hecho de que tiraban por una barranca a los niños con alguna discapacidad). Y en Esparta se basa Platón para su utopía, La República, de donde es posible trazar (con muchas ganas) una línea hasta los despotismos modernos. Sargent también cuenta de la primera distopía literaria, imaginada por Aristófanes: una comunidad regida por mujeres que fracasa porque no existe el altruismo necesario. (Es decir, por un problema político).

El cristianismo, como la mayoría de las religiones, según Sargent, tiene una visión utópica. O más bien dos: hay una utopía en el pasado (el edén) y otra en el futuro (el paraíso). Hay, además, una distopía, el infierno. Pero no son miradas políticas: no se relacionan con un Estado, ni con leyes obligatorias ni son, en última instancia, creación de los hombres sino de Dios; “no son accesibles al género humano sin la intervención de Dios”, dice Sargent (p. 105).

Hasta la modernidad, entonces, las utopías políticas son pocas. En los siglos XIX y XX aparecen utopías políticas modernas; quiero decir, comunidades que se imaginan mejores porque tendrían mejores instituciones políticas. Sargent no lo dice, pero creo yo que acá juega el proceso de secularización (creemos un mundo mejor acá sin esperar al cielo) y todo se acelera desde la Revolución Francesa, momento clave en el que se buscó “cambiar todo”, y que despertó el revolucionarismo (también socialista) que se desplegaría en aquellos siglos.

Los tres utopistas mencionados por Sargent son el norteamericano Edward Bellamy (1850-98) y los ingleses William Morris (1834-96) y H. G. Wells (1866-1946). Ellos despertaron, a su vez, una gran oleada de escritores distópicos, que ganaron espacio después de las catástrofes del siglo XX (las dos guerras, la gran depresión, etc.). Destaca aquí a Zamiatin, Huxley y Orwell, con similitudes en que atacan el mal uso del poder y tanto al capitalismo como al comunismo, además de la búsqueda de controlar “el poder del deseo sexual” (p. 44). La literatura utópica que resurge tras los años sesenta es una “literatura escarmentada, que sabía que lograr una sociedad mejor no sería fácil” (p. 45). También ganan espacio los temas ambientales y de género.

Finalmente, en lo que hace a la teoría social, hay básicamente dos miradas: la de quienes creen que la capacidad de imaginar utopías es fundamental para el progreso, y la de quienes responsabilizan al utopianismo por las peores catástrofes de la historia (el nazismo, el comunismo, Camboya, etc.). “Hasta cierto punto, ambos tienen razón”, dice Sargent (p. 110). De uno y otro lado quedan autores como Karl Popper, Ernst Bloch, Bauman, Mannheim y otros. Me detengo un poco en Mannheim, quien pone a ideología y utopía como dos polos dentro de la lucha política; la primera representando al pensamiento de los grupos dirigentes (a la manera de Gramsci), y la segunda a quienes se oponen. En definitiva, “Mannheim argumenta que tanto la ideología como la utopía emergen del conflicto político” (p. 120), volviendo así a la definición inicial que más me gustaba: la utopía no como un mero sueño o fantasía, sino como una visión política y que guía la práctica política. Algo similar, siguiendo a Mannheim, piensa Ricoeur, quien está “preocupado principalmente por cómo la utopía presenta formas alternativas de distribución del poder” (p. 129). Esto es, en última instancia, lo que me llevo de Sargent (aunque un poco por oposición): una mirada eminentemente política de lo utópico.

Resumen general: “Aunque la palabra ‘utopía’ tiene su origen en un lugar y un momento particular, el utopianismo ha existido en toda tradición cultural. El utopianismo ha mantenido en todos lados la esperanza de una vida mejor y, al mismo tiempo, han surgido preguntas tanto sobre las mejoras propuestas específicas y, en algunos casos, sobre si la mejora es posible. El utopianismo ha inducido a personas a hacer grandes esfuerzos para lograr mejorar reales, y ha sido mal utilizado por otros para ganar poder, prestigio, dinero y demás para ellos mismos. Y algunas utopías se han convertido en distopías, mientras que otras utopías han sido usadas para derrotar a esas mismas distopías. Por lo tanto, las utopías son esenciales, pero potencialmente peligrosas”. (p. 131)